lunes, 4 de noviembre de 2013

Los hombres oscuros y La sangre y la esperanza

  • Título: Los hombres obscuros
  • Autor: Nicomedes Guzmán (1914-1964)
  • Año de publicación: 1939
  • Edición: Zig-Zag, Santiago de Chile, Sexta edición 1964, 209 págs

 

  • Título: La sangre y la esperanza
  • Autor: Nicomedes Guzmán (1914-1964)
  • Año de publicación: 1943
  • Edición: Siglo XX, Buenos Aires, 1947, 315 pág.

 

Nos encontramos ante dos novelas genuinamente proletarias entre las que se advierten las suficientes concomitancias como para que las tratemos conjuntamente en una misma reseña. Su autor, el chileno Oscar Nicomedes Vásquez Guzmán, es incluido por los conocedores de la literatura de este país andino en la llamada "generación del 38", la cual se caracterizaría por volver su mirada hacia los problemas sociales más acuciantes sin renunciar por ello a ciertos valores considerados por la denominada "república mundial de las letras" como más estrictamente literarios, como son el uso de metáforas, símiles, personificaciones, descripciones y evocaciones impregnadas de lirismo  etc.

Tanto Los hombres obscuros como La sangre y la esperanza transcurren en barrios pobres de Santiago de Chile, en concreto los principales sucesos que se narran en la segunda de estas novelas tienen lugar en las cercanías de la parroquia de Nuestra Señora de Andacollo y del río Mapocho. La inmensa mayoría de los personajes presentados por Guzmán viven en conventillos, esto es, construcciones situadas en urbes de países como Argentina Uruguay o Chile, semejantes a las casas de vecindad españolas; edificios en los que, generalmente en régimen de alquiler, cada familia o persona ocupaba una habitación, teniendo carácter colectivo servicios como los aseos o el comedor. Algunas de  estas construcciones  fueron levantadas ex profeso para albergar a los trabajadores de ciertas fábricas, pero gran número de ellas, no eran más que antiguas casas señoriales cuyos propietarios se habían trasladado a barrios de mayor categoría social. Estos conventillos se empezaron a construir a finales del siglo XIX para acoger a la gran masa de inmigrantes que por aquellos años llegaba a las principales ciudades del cono sur procedentes de puntos muy dispares del mundo.

El conventillo, por momentos, parece convertirse en un personaje más:

 

"Ciertamente que hay seres insignificantes que tienden a elevarse. El conventillo extático en su actitud de viejo en cuclillas y de cara acongojada, en la imposibilidad de elevarse, se entretiene por las mañanas, cuando el aire sereno le ayuda en alcanzar el cielo con los azulosos brazos de humo que alargan los cañones renegridos de sus cocinas" (Los hombres obscuros, pág. 18).

 

Este tipo de personificaciones de edificios, calles y, sobre todo, de árboles y demás elementos naturales impregnan las dos novelas que estamos comentando,  constituyendo su principal capital estrictamente estético. En este sentido, no resulta arriesgado  el paralelismo entre estos escritores chilenos y algunos de los novelistas españoles anteriores a la Guerra Civil del 36, incluidos por José Díaz Fernández bajo el rótulo de "Nuevo romanticismo".

Tanto Los hombres oscuros como La sangre y la esperanza son novelas de iniciación, e incluso de formación, pues sus protagonistas son seres que se están abriendo al mundo social que les rodea: la primera está protagonizada por Pablo Acevedo, un joven que ronda la veintena, y la segunda por Enrique Quilodrán, un niño que transita entre la infancia y la pubertad.

Ambas novelas suponen un crudo testimonio crítico de las penalidades que aquejan  a la clase obrera en particular, y en general, a toda una serie de seres que carecen de los bienes materiales básicos. Todos ellos constituyen los hombres oscuros que protagonizan y dan título a la primera de estas obras; se trata de "obreros, peones, mozos, costureras que se amanecen pedaleando, lavanderas que consumen su vida curvadas sobre la artesa, rateros y putas, una de las piezas la ocupan dos maricones que realizan por la noche fiestas y bailoteos a los que acuden amigos indecentes y sinvergüenzas" Los hombres oscuros, pág. 23).

El símil con el que se inicia La sangre y la esperanza nos ofrece una visión panorámica de estas gentes que es a un mismo tiempo más poética y más tangible:

 

"Bajo, de una estatura que traicionaban apenas unos cuantos edificios de dos pisos, arrugado, el barrio era como un perro viejo abandonado por el amo."

 

Si bien el joven Pablo irá afinando su percepción de la prostitución considerando a las prostitutas como víctimas de la injusticia social y, en particular, de la opresión que en todas las clases sociales sufre la mujer, su visión de la homosexualidad no experimenta ninguna modificación significativa.

Los hechos por Guzmán configurados están teñidos de un cierto tremendismo que podría ser calificado como fatalista. Si bien es cierto que acontecimientos como el fallecimiento del bebé de los Quilodrán no se relacionan con las grietas del ser social y que  el atropello del vendedor de periódicos y la tragedia que azota seguidamente a su familia o las desgracias sufridas por Zorobabel, su hermana Angélica y el padre de ambos son un tanto exageradas y gratuitas, el lector percibe nítidamente que lo esencial de los percances sufridos por los diferentes personajes tienen su fundamento en el desamparo en el que se encuentran los más desfavorecidos socialmente. Y ello a pesar de que Guzmán se ocupa casi en exclusiva de la clase obrera.

Tanto Los hombres oscuros como La sangre y la esperanza están escritas desde una misma perspectiva política: la del comunismo revolucionario. Ahora bien, mientras la primera tiene un contenido más directamente doctrinario, en la segunda, el mensaje político se encuentra un tanto más disperso. Y es que La sangre y la esperanza se presenta como una especie de fresco de la vida proletaria en el que se configuran los pros y, sobre todo, los contras  de las peripecias cotidianas de una familia de trabajadores y su entorno. Ambas novelas, al igual que  otras obras inspiradas directamente  por el comunismo, sobre todo en las décadas de los treinta y los cuarenta, concluyen con un mensaje contundente: la imposibilidad del sistema democrático, al menos en su versión más puramente liberal y "burguesa", para articular un espacio social capaz de ofrecer calidad de vida para los ciudadanos más desfavorecidos.

 

"`¡Sí traidores – Habló mi padre, sosteniéndose el pañuelo en la boca – traidores…. ¡Y creamos en la democracia y apoyemos con nuestra fuerza a los maricones de la política. Se especula con nuestra honradez. Y nosotros siempre con la fe puesta en los que saben engañarnos con más bellas palabras. Traidores….¡"(La sangre y la esperanza, pág. 297).   

 

Esta hostilidad hacia el sistema democrático la expresa el tranviario Guillermo Quilodrán, padre de Enrique, después de haber sido gravemente herida por la policía en el curso de una manifestación en apoyo de la explotación sufrida por ciertos gremios y de la indefensión en la que se hallaban los trabajadores del salitre que habían perdido su empleo. Recordemos que, a principios del siglo XX, gran parte de la riqueza chilena procedía del salitre, situación que cambió radicalmente a partir de la Primera Guerra Mundial debido a que este producto, gracias a un químico alemán, se pudo obtener sintéticamente, descubrimiento que supuso un golpe letal para la economía de Chile[1].

 Los hechos que se narran en La sangre y la esperanza se sitúan  muy a principios de los años veinte – Los hombres oscuros transcurre en la década de los treinta - en un período en el que la presidencia de Chile estaba en manos de Arturo Alessandri, quien para acceder al poder precisó de cierto apoyo de las clases populares, a las que a cambio, prometió una serie de leyes  tendentes a mejorar sus condiciones sociales. Pero, al menos en un principio, estas promesas apenas si se pudieron llevar a cabo. Además, en esta novela se apuesta por la FOCH (Federación Obrera de Chile), la primera gran corriente de unidad sindical del país, la cual tras una serie de disputas, se inclinó por el Partido Comunista, liderado en Chile por el legendario Luis Emilio Recabarren, a quien tanto en Los hombres oscuros como en La sangre y la esperanza, se alude positivamente.

Guzmán expresa literariamente la tesis de que la naturaleza es una categoría social, afirmación sostenida sin tapujos por Lukács en Historia y consciencia de clase. Entre los barrios obreros que nos presenta y las fuerzas de la naturaleza se produce un constante intercambio de significados que se irá modulando en función de los estados de ánimo de los protagonistas y, sobre todo, del tipo de fenómeno meteorológico que predomine en cada caso. Esta relación entre naturaleza y sociedad puede ser de complicidad, pero en ocasiones, es tensa, convirtiéndose los elementos atmosféricos en aliados de la opresión social que atenaza al barrio como, se puede apreciar en el siguiente fragmento:

 

"Aquella tarde llovía a mares. Lluvia gruesa, vital, lluvia como yegua encabritada, coceando, piafando. El viento afilaba sus cuchillos contra las calaminas de las casas miserables (…..) Graznaban las campanas de Andacollo ante el afán endemoniado del viento" (La sangre y la esperanza, pág. 145).

 

En este sentido, en La sangre y la esperanza se hace un especial acopio de una serie de metáforas y personificaciones un tanto descarnadas que si bien pueden leerse como el intento de lograr una aproximación genuinamente proletaria a la literatura, en algún momento tienen algo de forzado, incluso de lirismo malogrado como, por ejemplo en:

 

 "Roncos panderos de agua tocó por muchos días el viejo invierno. Los grises días caminaban por la calle con los harapos chorreantes, estirando las famélicas manos pordioseras" (pág. 119)

 

Las narraciones de Nicomedes Guzmán se insertan en toda una corriente de obras de arte que expresan, con mayor o menor acierto estético, según los casos, las esperanzas y las frustraciones, o las frustraciones y las esperanzas – depende de si apreciamos la botella medio llena o medio vacía – de las clases populares chilenas. Al leerlas, muchos lectores evocarán ciertos poemas de Neruda, conocidos y sentidos canciones e himnos de Víctor Jara Quilapayún e Inti-Illimani o, tal vez, imágenes de películas como La tierra prometida o Llueve sobre Santiago, de Miguel Littin y Helvio Soto, respectivamente.

Hay una escena correspondiente al capítulo de La sangre y la esperanza titulado "Primero de mayo" que nos parece muy clarividente respecto a la suerte de los derechos sociales en Chile a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Nos estamos refiriendo al momento en el que Quilodrán padre dice eufórico: "Pero, carajo, me siento feliz. Los obreros nos estamos mostrando fuertes, de veras nos unimos, estamos creándonos una conciencia…"(pág. 86); palabras ante las que la madre, en principio, responde con un silencio muy expresivo:

 

"Mi madre tenía su prematuro mechón de canas caído sobre la frente Callaba, emocionada. No decía nada.. No era capaz de decir nada, Su silencio era ese silencio iluminado, ancho y profundo que para emoción del hombre se traduce en frutos de ternura por los ojos de las mujeres íntegras"    

 

Esta escena en general y, en particular, la respuesta que Laura, la madre, pronuncia a continuación - que no desvelaremos - expresan problemas de incomunicación entre sexos, así como las tensiones que los representantes obreros tienen para conciliar sus deberes públicos con sus obligaciones familiares. Pero, en concreto, en el silencio de la madre - nos preguntamos -¿aquellos chilenos cuyo pesimismo ni tan siquiera les permite ver la botella medio vacía no apreciarán un gesto premonitorio de la abundante sangre obrera que aún quedaría por ser derramada unida a las humillaciones consecuentes de la aplicación de programas políticos y económicos como los auspiciados, entre otros, por "los boys de Chicago"?.



[1] Para más información sobre el tema del salitre véase Galeano, Eduardo, Las venas abiertas de América latina, Madrid, siglo XXI, 2013, págs 182-187.

sábado, 13 de julio de 2013

el Capirote

 

  • Titulo: El capirote
  • Autor: Alfonso Grosso (1928-1995)
  • Año de publicación: 1964.
  • Edición: Barcelona, Seix Barral, 1974,  210 págs.

 

Alfonso Grosso, uno de los representantes de la novela social cultivada por la generación del medio siglo, cuya obra más célebre sigue siendo La zanja, aparecida en 1961, nos ofrece en El capirote un descarnado testimonio de la miseria material y espiritual que atenaza a gran parte del pueblo andaluz, en especial a los jornaleros del campo y sus familias, a mediados del siglo XX Esta obra está protagonizada por Juan Rodríguez López, natural de Écija a quien en la primera parte del relato nos lo encontramos como recolector de arroz en las marismas de la desembocadura del Guadalquivir. En la posada en la que pernocta junto a otros miembros de la cuadrilla de trabajadores de la que forma parte, se produce un robo del cual Juan es acusado sin evidencia de ningún tipo, pues gran parte de la fuerzas del orden y de la población encuentran razonable el hecho de considerar sospechosos de cualquier delito a los trabajadores procedentes de otros pueblos Trasladado al cuartelillo de la Guardia Civil, Juan, llevado por la fuerte presión psicológica a la que es sometido, así como por el miedo a ser torturado – en este punto la novela no es suficientemente explícita – se confiesa como el autor del robo. Pese a que, ante el juez, se declara inocente, es conducido preventivamente a la Prisión provincial, en la que pasa varios meses – la segunda parte de la novela -, en espera de un juicio que nunca llegará, pues en el momento más inesperado, un domingo a última hora de la tarde, y sin recibir explicación de ningún tipo, es puesto en libertad.

 

"No se le obligó a pasar por la oficina, porque la oficina estaba ya cerrada, ni a ira  la recepción, ni se le dijo nada, ni nada se le explicó de que fuera precisamente a cruzar de nuevo  el muro. Se le dijo sólo ""Anda"". Como si exactamente no se tratara de cerrar el paréntesis de ciento ochenta y tres días con sus ciento ochenta y dos noches, sino más bien de un indiferente gesto  de familiaridad, igual que una madre podía decir a un hijo o un hijo a una madre, o un hermano a otro hermano, como si este fuera el lenguaje natural  a emplear" (pág. 130).

 

 La tercera parte transcurre en las calles de Sevilla, ciudad en la que Juan vive como buena mente puede con las míseras ganancias que obtiene con pequeños trabajos eventuales: cargador en los muelles, repartidor de propaganda. Cuando llega la Semana santa, a Juan se le presenta la oportunidad de aumentar un tanto sus ganancias trabajando como costalero en las procesiones, pero el paso por la cárcel, aunque su novia se empeñe en concienciarse de lo contrario, no constituye un episodio de los que se pueda hacer borrón y cuenta nueva, máxime, cuando, como en su caso, se ha deteriorado seriamente su salud.

Las referencias a la explotación del hombre por aquellos semejantes que ocupan una posición más elevada en el ser social impregnan toda la novela. Frente a este orden de cosas se posicionan la mayoría de los personajes, principalmente de manera teórica, pero, ocasionalmente, poniendo en práctica su visión del mundo: como hace el capataz Genaro Infantes al desbaratar los arbitrarios propósitos del conductor de la camioneta encargada de transportar a los trabajadores arroceros. Básicamente, en El capirote se dramatizan dos ideologías contrapuestas: por un lado,la que confiere rango natural al orden social vigente y, por el otro, la que mantiene la esperanza en otro mundo posible,  regido por una ética  más altruista y comunitaria. La primera de estas cosmovisiones estaría encarnada, entre otros, por el conductor de la carriola encargada del traslado de los segadores, por los guardias civiles Puebla y Ordóñez, así como por  Pepe y la cocinera de la casa en la que trabaja la novia de Juan. Así, cuando Juan le plantea a Pepe la posibilidad de regresar al campo guiado por la esperanza de que las tierras vuelvan algún día al pueblo, sus legítimos propietarios, éste se coloca en las antípodas de todo utopismo comunitario: "Billetes es lo que necesitamos y no tierras ni puñetas. El mundo está hecho como es y no vamos a cambiarlo nosotros Tú espabila" (pág. 182). Especialmente descorazonador resulta el consejo que la cocinera le da a la novia de Juan respecta al deseo de la chica de contraer matrimonio:

 

"El no puede darte nada. Nadie puede dar nada estando la vida hecha como está. Mientras estés aquí, al menos nunca te faltaré el plato de comida y la cama caliente en el invierno, y la salida cada quince días y un hombre cuando lo necesites y lo quieras sin entregarle más que lo que puedas darle porque cuando se es pobre no se es siquiera dueña del corazón. Todo marcharía bien el primer año. A cambio de lo mal que marcharía después el resto de la vida".(pág. 156).  

   

Y el caso es que la joven, ya en la cama no tiene más remedio que reconocer que en su condición de sirvienta consiguió por primera vez una cama para ella sola, pues en el campo la había tenido que compartir bien con  su madre, bien con sus hermanas o con sus sobrinos, peleándose en invierno por atrapar un resquicio de calor  y en verano por una ráfaga de aire.

La visión vagamente comunitaria que se perfila como alternativa y que constituye la perspectiva filosófica general de la novela, la hereda Juan Rodríguez del capataz Genaro infantes: está basada en el compañerismo, la cooperación y en una especie de derecho primigenio de todos los hombres a poseer una parcela de tierra para trabajarla, en oposición al latifundismo reinante en Andalucía.

La perspectiva ético-política que vertebra la novela que estamos comentando aparece reforzada por uno de los personajes más humanos, el número de la Guardia Civil Antonio Gómez del Real quien tanto cuando se interna en sus pensamientos como en las conversaciones que mantiene con sus compañeros evidencia una moral aceptablemente postconvencional que se distancia del convencionalismo de éstos. Gómez del Real vio en el Cuerpo uno de los pocos refugios en los que a hombres procedentes de familias humildes como la suya les era posible resguardarse de los atropellos que contra los pobres cometen los poderosos .Como muestra de la relativamente más amplia visión del mundo de este personaje, remitimos al lector a sendas conversaciones que mantiene con su compañero Ordóñez  respecto a unos empresarios italianos y a las pretensiones de Emeterio, otro compañero, de casarse con una chica sobre cuya reputación se ciernen ciertos prejuicios. 

Para concluir esta reseña, hagamos una somera referencia a dos temas íntimamente relacionados: la conexión entre cultura y barbarie y la Semana Santa Sevillana. En El capirote no se sostiene como una tesis general que los documentos de cultura sean a la vez documentos que reflejen la barbarie, pero sí cómo la cultura, al menos ocasionalmente, se levanta sobre el sudor de los más desfavorecidos. Así, al pasar custodiado por la pareja de la Guardia Civil junto al monumento al Sagrado corazón  situado en San Juan de Aznalfarache, Juan recuerda que su padre falleció precisamente como consecuencia de un accidente en la construcción de dicho monumento:

 

"Seguía la huella de la mano de su padre en cada piedra, en cada ángulo, en cada vértice de la gran escalera, y la sombra de la ancha mano campesina continuaría allí mientras cada piedra del monumento siguiera en pie. Y creciera en la falda de la colina el arrayán y la grama y el romero. Y aunque dejaran de crecer algún día, porque mientras floreciera un solo naranjo, y en la fachada pincelada de añil en cada zócalo, en la colina quedaría la huella de su trabajo y de su sudor y de todos los esputos de su sangre y de su pecho (pág. 79).

 

No parece que nos encontremos ante una novela que pretenda cuestionar la existencia de Dios, núcleo de toda reflexión radical sobre la religión, pero Grosso es implacable al plasmar alguna de las manifestaciones de lo religioso en su versión más popular, como es el caso de la Semana Santa de Sevilla  como un espectáculo y un negocio más en el que se refleja claramente el sistema vigente de clases sociales. Es significativo el caso del terrateniente que, para mantener las apariencias, va de penitente, sabiendo que a la vuelta de la esquina le esperan todo tipo de comodidades y placeres, entre ellos el disfrute de los hijos de aquellos campesinos - la mayoría - que precisan de él determinados favores.

viernes, 15 de febrero de 2013

Llamad a cualquier puerta

Llamad a cualquier puerta

 

  • Título: Llamad a cualquier puerta
  • Título original: Knock on any door.
  • Autor: Willard Motley (1909-1965)
  • Año de publicación: 1947
  • Edición: Barcelona, Luis de Caralt, 1961, 582 págs.
  • Versión española: Julio Fernández-Yáñez

 

Mediante una técnica literaria sencilla, en clara continuidad con la manera de narrar decimonónica, el escritor estadounidense afroamericano  Willard Motley, en esta novela, nos  cuenta la vida de Nick Romano, uno de los cuatro vástagos de una familia de emigrantes italianos que como tantos otros compatriotas a finas del siglo XIX y principios del XX abandonaron la miseria imperante en su tierra atraídos por el sueño americano. La novela comienza en Denver, donde los Romano regentan un próspero negocio, circunstancia que les permite enviar a sus hijos a buenos colegios y habitar un barrio "decente" en el que se codear con personas más que aceptables. Nick se nos presenta como un niño modelo que aspira a la santidad del sacerdocio. Pero un aciago día, como consecuencia de la Gran Depresión, el padre no puede afrontar sus pagos y la apacible existencia de los Romano da un giro radical, transformándose en un agitado mar: pierden el negocio, los acreedores se apropian de sus bienes, se ven obligados a trasladarse a un barrio marginal y Nick pasa de un colegio en el que se le trata con delicadeza y humanidad a otro en el que la religión se convierte en un arma meramente coercitiva y en el que una represión rigurosa lo impregna todo.  

Y como a perro flaco todo se le vuelven pulgas, las calamidades de la familia no se detienen en los mencionados indicadores de descenso en la escala social: Nick entabla nuevas amistades e incitado por ellas, comete pequeños hurtos. Un día guarda en su casa una bicicleta robada por uno de sus compinches, hecho que es descubierto por la policía, y como Nick se niega a delatar a su camarada, es culpado de robo y enviado a un reformatorio. La estancia de Nick en el reformatorio resulta crucial, pues supone una experiencia que le dejará marcado de por vida. Esta institución, lejos de cumplir con su función que no es otra que la de reformar al delincuente en aras a su inserción en el ser social como ciudadano que interiorice o, al menos, se atenga a la ley, se convierte en un nido de futuros proscritos. Tras presenciar y padecer palizas, duchas de agua fría – que provocan el fallecimiento de un compañero días antes de ser liberado – las arbitrariedades y corruptelas de los guardianes y los abusos de alguno de sus compañeros, Nick  recupera la libertad dominado por una actitud de desafía a la sociedad y, especialmente, a los representantes de la autoridad.  

Después de abandonar el reformatorio, Nick se instala en Chicago, ciudad a la que poco antes se había traslado su familia  guiada por la esperanza de un futuro mejor. Los Romano se van haciendo camino con muchas dificultades y altibajos. Pero Nick no está dispuesto a seguir el sinuoso, incierto y, muchas veces, nada fructífero camino del trabajo honrado, por lo que opta por la senda, a priori más prometedora, del juego y la delincuencia. Y es que nada más llegar a Chicago se topa con mendigos, prostitutas, delincuentes de diverso rango y policías corruptos. Será en este ambiente de los bajos fondos y no en las varias escuelas públicas a las que le envían en donde se forjará definitivamente su carácter. Después de un sinfín de peripecias, tras haber cometido un atraco, asesina al policía que le persigue, siendo días después, imputado por ello.

A partir de este momento se abre, a nuestro juicio, la parte más interesante y conmovedora de la novela, ya que se entreveran en una más que aceptable unidad artística mecanismos de la más genuina literatura de suspense y elementos de la crítica social y política más desoladora.

La obra que estamos comentando se encuentra presidida por un mensaje que es a la vez muy claro y enormemente denso. La idea central se capta sin dificultad: Nick Romano es sólo parcialmente responsable de los delitos por él cometidos; la otra parte, quizá la de mayor peso hay que atribuírsela a la sociedad, debido al egoísmo en la lucha por la vida que margina a los más débiles y a la indiferencia frente a las carencias de éstos. Como apunta Morton, el abogado de Nick, en el alegato final en favor de su defendido, Nick Romano no es un caso único, sino típico, esto es, es uno más entre miles de muchachos que pululan  por los Estados unidos sin apenas ilusiones; matarlo en la silla eléctrica en lugar de implantar reformas sociales y morales no hará más que producir otros Nicks, otros chicos – sugiere la novela  de manera implícita pero elocuente -  ante los que en teoría se presentan todas las oportunidades del  mundo, pero que en la práctica son prisioneros de la lotería natural – por utilizar la expresión del filósofo John Rawls – y los caprichos de la fortuna. El párrafo final habla por sí solo:

 

"Muchachos bajo los faroles callejeros jugando a los dados, aprendiendo a vivir. Obscuridad completa, tras el edificio de la escuela en la que se educan y de la que salen orgullosos para ir a contemplar los escaparates llenos de bellas prendas para contemplar a los automóviles que cruzan raudos (…..) deseando saber cuándo llegará el tiempo en que puedan poseer uno de ellos. En Maxwell Street, las prostitutas aguardan en los obscuros portales. Más allá de la calle doce y a ambos extremos de Peoría se encuentran edificios viejísimos de fechadas tristonas que se alinean como ancianos sentados en el pórtico de un asilo. Esperando el final de su mísera existencia

¿Nick? Llmad a cualquier puerta de esta misma calle" (pág. 582).

 

Pero Nick Romano no es sólo un mero producto de la marginación social, sino que representa a un colectivo específico formado, fundamentalmente, por los hijos de los inmigrantes y por los negros. En el capítulo 40, se nos ofrece un breve pero muy tangible cuadro en el que se plasma la alienación laboral de los inmigrantes:

 

"Papá Romano descendió del autobús y, con una papeleta en la mano, dirigióse al lugar designado orgulloso de poder trabajar en algún sitio. Penetró en un amplio solar sucio y cubierto de hielo. Por todas partes veíanse hombres que vestían monos, chalecos de lana, chaquetas azules y abrigos usados. Había italianos, polacos, negros, suecos y mejicanos (…..)

Miró a su alrededor. La mayoría eran como él… hombres macilentos y cansados. Algunos manejaban sus herramientas, lentamente, hiriendo con ellas los terrones de asfalto: otros se apoyaban desconsolados sobre aquellas". (Cap 40, págs 213-214)

 

Pero, además de la desigualdad social, sobre los ciudadanos, en especial sobre los más necesitados, incide otro factor: Chicago. La ciudad de Chicago es presentada casi como un personaje más de la novela, incluso nos arriesgaremos a decir que como uno de sus protagonistas, adquiriendo connotaciones poéticas y hasta mágicas. Así, nos encontramos con expresiones como "los agresivos rascacielos" o "edificios viejísimos de fachadas tristonas que se alinean como ancianos sentados (……)". A continuación de  la gratuita muerte de Jerry, en uno de los episodios que más aproximan  la novela que estamos comentando al tremendismo, el narrador apela a la ciudad como si de un organismo vivo se tratara:

 

"¿Quién puede considerarse superior a la ciudad, a sus calles o a su espíritu? ¿Quién es más fuerte que su maraña de cables eléctricos y su techumbre de humo (…..)

¿Quién es más amplio que su recinto, más musculoso que sus enormes edificios, más sólido que sus oxidadas escaleras de escape? ¿Quién puede resistir la mirada de sus letreros luminosos? ¿Quién es capaz de dormir y de soñar bajo sus innumerables tejados?" ( Cap. 53, pág. 292)

 

El discurso de Morton en el que se hace a la sociedad responsable de las trayectorias vitales de los chicos como Nick condensa ante todo la dimensión ético-social de Llamad a cualquier puerta, obra en la que, a diferencia de otras novelas sociales norteamericanas como La jungla, de Upton Sinclair o Hijo nativo, de Richard Wright, aunque esta última de manera más matizada, no se vislumbra ningún horizonte político explícito, si, por "político" entendemos la adhesión a  una ideología o un partido concretos. Ahora bien, si tomamos el término "política" en su auténtica dimensión como aquello que hace referencia a los asuntos públicos, entonces la novela de  Willard Motley ha de ser leída como una crítica directa al sistema político y, particularmente, al judicial, de los Estados Unidos, no como una crítica a la democracia, sino a los procedimientos antidemocráticos que se cuelan en el sistema democrático; más aún, a todas aquellas prácticas que son democráticas sólo en apariencia. Y es que la mayor parte de la sociedad y de las instituciones encargadas de  preservar los derechos fundamentales del individuo condenan a Nick de antemano: la prensa lo calumnia demagógicamente, los policías intimidan y torturan a algunos testigos para que testifiquen en su contra, el fiscal incurre en sobornos, en la esperanza de ver incrementado su prestigio social, labrado por el hecho de haber enviado a un alto número de personas a la silla eléctrica. El propio abogado defensor ha de cimentar su defensa recurriendo al poder de las apariencias, como lo prueba el que vea con buenos ojos la presencia en el jurado de una mayoría femenina, debido a que las mujeres, a su juicio, se sentirán inclinadas a emitir un veredicto favorable, seducidas por la bella figura de Nick.. Desde luego, la controvertida institución del jurado popular queda bastante mal parada. La voluntad general no se propone hacer justicia sino simplemente vengarse de Nick. De este modo, Llamad a cualquier puerta recoge, unos dos siglos después, el testigo de Cesare Beccaría y la crítica ilustrada a la inutilidad y brutalidad de ciertas prácticas empleadas por los encargados de administrar la justicia

En principio, cabría pensar que Llamad a cualquier puerta es una novela naturalista, a causa de la abundancia de detalles y al excesivo poder atribuido al ambiente. Sin embargo, encontramos una serie de elementos que, a nuestro juicio, la aproximan más a la tradición realista.  Así, la influencia del ambiente no es total pues a Nick se le presentan ciertas oportunidades para lograr una ciudadanía normal: encuentra trabajo, amigos y chicas relativamente bien situadas o con la mente ordenada que le aman. Y es que una de las críticas que se le suelen hacer al naturalismo – en este sentido remitimos, por ejemplo a los ensayos dedicados por el filósofo húngaro Gyorgy Lukács a Zola y sus imitadores - es que elabora sólo tipos humanos mediocres, esto es, que no discrimina entre los personajes, los cuales quedan reducidos a marionetas movidas por los impulsos más primarios y por la codicia, salvo que se trate de seres pusilánimes[1]. Motley también nos presenta trayectorias positivas, como las de Enma y Julián, auténticos héroes de la cotidianidad: o el escritor reformista Grant que, desde que conoció a Nick en el reformatorio, se mantiene firme en el empeño de enderezar la trayectoria del joven; entre los propios pillastres se nos configuran tipos dotados de nobleza y coraje sin por ello perder apariencia de realismo. Además, el final está construido de tal manera que inspirará en muchos lectores un genuino sentimiento catártico: y se apela a la compasión, la amistad y la comprensión entre los seres humanos, lo cual marca una apreciable distancia respecto de la tradición naturalista o, al menos, en su versión más plena.

Eso sí, hay un acontecimiento en la vida de Nick que resulta clave y determinante: su estancia en el reformatorio cuando era adolescente, en donde su carácter recibe una impronta cuya rigidez adquirirá más consistencia y poder que las relativas e inciertas oportunidades que, posteriormente, se  abrirán ante él. Una vez que en los adolescentes se establecen ciertos hábitos, éstos pasan a formar parte de su ser tan profundamente, que nos resultará casi imposible desalojarlos de su espíritu. Esta idea ha sido muy bien asimilada por Willard Motley quien la traduce más que aceptablemente en esa irreemplazable forma de conocimiento que es la novela.

Al igual que otras muchas novelas norteamericanas de entonces, Llamad a cualquier puerta ha adquirido mucha más celebridad en la versión cinematográfica homónima, dirigida por Nicholas Ray en 1949 y protagonizada por Humphfrey Bogart. Se trata de un film que, pese a recoger lo esencial del crudo mensaje que preside la novela, dista bastante de reflejar toda su riqueza, pues, entre otras cosas, introduce una serie de modificaciones que liman un tanto alguna de las hirientes asperezas contenidas en el texto literario.

 



[1] Cfr. Lukács, G. Ensayos sobre el realismo, Buenos Aires, Ediciones Siglo XX, págs 31-33 y 11-125, y "La fisonomía intelectual de las figuras artísticas", en Problemas del realismo, México FCE, 1966, págs 125-171.